Por Robert Funk

La inmigración y el fin del sueño europeo

La inmigración y el fin del sueño europeo

Cuando hace exactamente 70 años estallaron dos bombas nucleares sobre Japón, muchos pensaron que la guerra moderna había llegado a tal extremo que futuras guerras serían imposibles: el equilibrio nuclear funcionaría como disuasivo permanente. A la vez, los extremos a lo que había llegado el racismo y antisemitismo en el Holocausto significaba que en el futuro éstos nunca más serían parte de un discurso político aceptable, particularmente en Europa.

Pocos años más tarde, la Declaración Universal de los Derechos Humanos consagraba una serie de principios que incluían a lo menos estándares de conducta para países que quisieran ser parte de un sistema internacional moderno y civilizado.

Hace unos días, la muerte del Manuel Contreras nos recordó que ese sistema que buscaba proteger los derechos básicos nunca llegó, y que en muchos lugares –incluyendo Chile– las lecciones de la Segunda Guerra Mundial se olvidaron en nombre de alguna ideología o del poder.

En Europa, sin embargo, creyeron que era posible. El sueño detrás del proyecto de integración europea fue precisamente armar un sistema institucional que lo mantuviera. Ese sueño hoy se está evaporando.

Aún hay personas que albergan la esperanza que no sea así. La semana pasada la periodista alemana Anja Reschke publicó un editorial en el que expresó su indignación y preocupación por el hecho que las declaraciones de racismo en los medios sociales se habían vuelto aceptables. Dijo que si anteriormente se publicaban esos sentimientos, los autores, por vergüenza o temor, lo hacían bajo seudónimos. Hoy sostiene que ese anonimato ya no es necesario, citando comentarios como "parásitos sucios deben ahogarse en el mar", y otros que se leen a diario en las redes sociales alemanas. Reschke estaba reaccionando, además, al hecho de que en lo que va del año se han registrado unos 200 ataques a refugiados.

La llegada de cientos de miles de refugiados ha despertado antiguos odios y resentimientos, y Europa enfrenta una crisis en esta materia nunca antes vista. La extendida guerra civil en Siria, la inestabilidad en el norte de Africa, y la pobreza y guerra en lugares como Eritrea, Somalia, Afganistán y Nigeria han significado que el número de refugiados que buscan asilo en Europa haya aumentado a más del doble que el año pasado. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), en los primeros seis meses del 2015 más de 100 mil refugiados cruzaron el Mediterráneo.

La ola de migrantes presenta al menos tres problemas políticos.

Primero, uno práctico. ¿Dónde se alberga tanta gente? Los problemas económicos de Grecia, por ejemplo, que con tantas islas es un lugar idóneo para los barcos ilegales que traen refugiados desde Africa y Siria, hacen que la presión por encontrar hospedaje para los más de 60 mil refugiados que han llegado en lo que va del año sea aún mayor.

El segundo problema político es que la ola de inmigración pone en jaque el discurso que ha estado presente en el proyecto europeo durante toda la época postguerra. La integración, el multiculturalismo y la provisión gratuita de servicios públicos como la salud y la educación serían lo que asegurarían un continente próspero y en paz.

Grecia ha mostrado los límites de la integración entre países que tienen poco en común: diferencias económicas, institucionales y culturales pueden producir serios dilemas. La crisis económica mostró el frágil estado del modelo europeo de derechos sociales. Y la nueva ola de inmigrantes de países que no comparten la misma visión sobre la democracia liberal pone en peligro los ideales de multiculturalismo.

El tercer problema político es que los principios antes mencionados han sido especialmente importantes para los partidos de la centroizquierda. Como resultado, éstos se ven cada vez más amenazados en las urnas. Desde el Reino Unido hasta Grecia, pasando por España y Alemania, los partidos socialdemócratas que alguna vez dominaban la política europea se ven advertidos por nuevos actores populistas y nacionalistas, tanto de izquierda como de derecha.

Los partidos socialdemócratas se han mostrado capaces de hacer grandes ajustes. El Partido Laborista británico, actualmente en medio de un profundo debate respecto a su futura dirección, mostró con la Tercera Vía que podía enfrentar cambios socioeconómicos y fijar políticas nuevas y modernas. El PSOE –hasta la crisis reciente– también.

Pero la inmigración presenta un desafío adicional, especialmente para estos partidos políticos. Un discurso inclusivo y progresista no les sirve, pues aunque las encuestas muestran que los votantes de izquierda son menos hostiles hacia la inmigración, en todo el continente la opinión pública se ha vuelto antiinmigrante.

Según Eurobarómetro, la llegada de expatriados se ha convertido en la principal preocupación de los europeos. En un sondeo del Pew Research Center del año pasado, más de un 50% de los encuestados en el Reino Unido, Italia, Alemania y Grecia pensaba que se debería limitar la inmigración. Esto rompe lo que ha sido la alianza electoral de la centroizquierda: una combinación entre la clase trabajadora y la clase media urbana.

En la medida en que la Unión Europea no logre rediseñar su postura frente a estos cambios, seguirán ganando fuerza los partidos nacionalistas que le hablan a una población que se siente económicamente y culturalmente amenazada. El sueño europeo de postguerra se ha debilitado, pero aún no queda claro cómo evitar que se convierta en pesadilla

Columna publicada por Robert Funk en Voces, de LaTercera.com, el 11 de agoto de 2015.

Las opiniones vertidas en esta columna son de responsabilidad de su(s) autor(es) y no necesariamente representan al Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile.